«Un compositor que compone para el público no piensa en la música».
Andaba yo cansado de escuchar, de oir, diría yo. Eran días donde no encontraba la música que necesitaba. Escuchaba Brahms y había llegado a Mahler. Su música orquestal profunda, donde las cuerdas nacían de unos agudos casi abisales, creciendo en una música no escuchada. Las sinfonías, las versiones del Lieder von Erde de Kathleen Ferrier dirigido por su discípulo Bruno Walter eran una garantía, sus notas rendían un homenaje. Era el primer salto avanzado hacia una música que estuviera cerca de mi búsqueda formal.
Recuerdo una serie de coincidencias como señales. Varias de ellas surgían accidentalmente. Lecturas distraídas que convertían las señales en la necesidad. Era un día de mayo, cuando regresaba a casa, la salvación del trabajo era el premio de un descubrimiento. Creo que era una virgin store en una calle céntrica de Barcelona. Entré con la convicción de encontrar el Pierrot Lunaire de Schoenberg y aprovechar esta tienda que te permitía escuchar antes de comprar. Solicité al dependiente la escucha. Durante unos minutos sonó en la tienda esa música que procedía de otro lugar. Bajé la cabeza con cierta vergüenza, no quería ser reconocido como el cliente que había solicitado ese hit en plena canícula, pero con la seguridad que esa era la música que quería escuchar.
Un disco se convirtió en la música que dirigiría la búsqueda formal. Una versión de Glenn Gould.
